Un bello cuento para la Navidad
Hola
queridos lectores hoy y siguiendo la onda Navideña me dirijo especialmente a
quienes son padres, hay un cuento cuya autoría corresponde al excelente poeta y
dramaturgo Oscar Wilde el cual me parece una herramienta maravillosa para
enseñar a los niños los valores del compartir y la amabilidad para con nuestros
semejantes, trata de un gigante quien es poseedor de un enorme jardín, de exuberante
belleza, pero en medio de su egoísmo no compartía sus espacios con nadie
desencadenando así una serie de eventos que le llevaran a comprender que las
cosas no tienen valor si no se disfrutan en compañía de los demás.
Aquí les
dejo una versión resumida digna de leer a los pequeños de la casa al pie del árbol
de Navidad tomado de la página www.cuentosinfantiles.net
Todas las tardes, al salir de la escuela, los
niños jugaban en el jardín de un gran castillo deshabitado. Se revolcaban por
la hierba, se escondían tras los arbustos repletos de flores y trepaban a los
árboles que cobijaban a muchos pájaros cantores. Allí eran muy felices.
Una tarde, estaban jugando al escondite cuando
oyeron una voz muy fuerte.
-¿Qué hacéis en mi jardín?
Temblando de miedo, los niños espiaban desde sus
escondites, desde donde vieron a un gigante muy enfadado. Había decidido volver
a casa después de vivir con su amigo el ogro durante siete años.
-He vuelto a mi castillo para tener un poco de
paz y de tranquilidad -dijo con voz de trueno-. No quiero oír a niños
revoltosos. ¡Fuera de mi jardín! ¡Y que no se os ocurra volver!
Los niños huyeron lo más rápido que pudieron.
-Este jardín es mío y de nadie más -mascullaba el
gigante-. Me aseguraré de que nadie más lo use.
Muy pronto lo tuvo rodeado de un muro muy alto
lleno de pinchos.
En la gran puerta de hierro que daba entrada al
jardín el gigante colgó un cartel que decía “PROPIEDAD PRIVADA. Prohibido el
paso”. . Todos los días los niños asomaban su rostro por entre las rejas de la
verja para contemplar el jardín que tanto echaban de menos.
Luego, tristes, se alejaban para ir a jugar a un
camino polvoriento. Cuando llegó el invierno, la nieve cubrió el suelo con una
espesa capa blanca y la escarcha pintó de plata los árboles. El viento del
norte silbaba alrededor del castillo del gigante y el granizo golpeaba los
cristales.
-¡Cómo deseo que llegue la primavera! -suspiró
acurrucado junto al fuego.
Por fin, la primavera llegó. La nieve y la
escarcha desaparecieron y las flores tiñeron de colores la tierra. Los árboles
se llenaron de brotes y los pájaros esparcieron sus canciones por los campos,
excepto en el jardín del gigante. Allí la nieve y la escarcha seguían helando
las ramas desnudas de los árboles.
-La primavera no ha querido venir a mi jardín -se
lamentaba una y otra vez el gigante- Mi jardín es un desierto, triste y frío.
Una mañana, el gigante se quedó en cama, triste y
abatido. Con sorpresa oyó el canto de un mirlo. Corrió a la ventana y se llenó
de alegría. La nieve y la escarcha se habían ido, y todos los árboles aparecían
llenos de flores.
En cada árbol se hallaba subido un niño. Habían
entrado al jardín por un agujero del muro y la primavera los había seguido. Un
solo niño no había conseguido subir a ningún árbol y lloraba amargamente porque
era demasiado pequeño y no llegaba ni siquiera a la rama más baja del árbol más
pequeño.
El gigante sintió compasión por el niño.
-¡Qué egoísta he sido! Ahora comprendo por qué la
primavera no quería venir a mi jardín. Derribaré el muro y lo convertiré en un
parque para disfrute de los niños. Pero antes debo ayudar a ese pequeño a subir
al árbol.
El gigante bajó las escaleras y entró en su
jardín, pero cuando los niños lo vieron se asustaron tanto que volvieron a
escaparse. Sólo quedó el pequeño, que tenía los ojos llenos de lágrimas y no
pudo ver acercarse al gigante. Mientras el invierno volvía al jardín, el
gigante tomó al niño en brazos.
-No llores -murmuró con dulzura, colocando al
pequeño en el árbol más próximo.
De inmediato el árbol se llenó de flores, el niño
rodeó con sus brazos el cuello del gigante y lo besó.
Cuando los demás niños comprobaron que el gigante
se había vuelto bueno y amable, regresaron corriendo al jardín por el agujero
del muro y la primavera entró con ellos. El gigante reía feliz y tomaba parte
en sus juegos, que sólo interrumpía para ir derribando el muro con un mazo. Al
atardecer, se dio cuenta de que hacía rato que no veía al pequeño.
-¿Dónde está vuestro amiguito? -preguntó ansioso.
Pero los niños no lo sabían. Todos los días, al
salir de la escuela, los niños iban a jugar al hermoso jardín del gigante. Y
todos los días el gigante les hacía la misma pregunta: -¿Ha venido hoy el
pequeño? También todos los días, recibía la misma respuesta:
-No sabemos dónde encontrarlo. La única vez que
lo vimos fue el día en que derribaste el muro.El gigante se sentía muy triste,
porque quería mucho al pequeño. Sólo lo alegraba el ver jugar a los demás
niños. Los años pasaron y el gigante se hizo viejo. Llegó un momento en que ya
no pudo jugar con los niños.
Una mañana de invierno estaba asomado a la ventana
de su dormitorio, cuando de pronto vio un árbol precioso en un rincón del
jardín. Las ramas doradas estaban cubiertas de delicadas flores blancas y de
frutos plateados, y debajo del árbol se hallaba el pequeño.
-¡Por fin ha vuelto! -exclamó el gigante, lleno
de alegría.
Olvidándose de que tenía las piernas muy débiles,
corrió escaleras abajo y atravesó el jardín. Pero al llegar junto al pequeño
enrojeció de cólera.
-¿Quién te ha hecho daño? ¡Tienes señales de clavos
en las manos y en los pies! Por muy viejo y débil que esté, mataré a las
personas que te hayan hecho esto.
Entonces el niño sonrió dulcemente y le dijo:
-Calma. No te enfades y ven conmigo.
-¿Quién eres? -susurró el gigante, cayendo de
rodillas.
-Hace mucho tiempo me dejaste Jugar en tu jardín
-respondió el niño-. Ahora quiero que vengas a jugar al mío, que se llama
Paraíso.
sa tarde, cuando los niños entraron en el jardín
para jugar con la nieve, encontraron al gigante muerto, pacíficamente recostado
en un árbol, todo cubierto de flores blancas.
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