Amor roto
Los abuelos maternos
insistían en dar la ultima hogaza de pan su nieto, era un chico muy joven para ser considerado
un adulto, pero mayor para ser un niño, delgado como todos los chicos de su
edad, piel tostada por el sol, de
cabellos dorados como el oro y ojos azules como el mar que rodeaba la isla en
la que habitaba la pequeña familia, pero su mirada era nublosa, perdida en el
horizonte. Éste se negaba a comer lo que
sus abuelos le ofrecían aun cuando el hambre lastimaba su estómago, el dolor en
su alma era demasiado para su joven humanidad, pese a su renuencia los pobres
ancianos insistían en alimentarlo con lo poco que tenían. Su madre dejó éste
mundo dándole a la luz, su padre entonces ocupó el lugar de su progenitora
tratando de llenar el vacío con todo el amor que pudo darle, los besos y
abrazos de su paë le hacían extrañar menos a esa madre que no conoció, su
infancia transcurrió en una muy pequeña plantación a cierta distancia de su
casa, mientras su padre trabajaba él jugaba con piedras y semillas, cuando
creció lo suficiente el chico permanecía en la casa responsable de los
poquísimos animales que habían lograron adquirir. Cada puesta de sol el jovenzuelo
esperaba en la puerta de la pobre vivienda ver la silueta de su padre quien
arribaba silbando alegres canciones, con la alforja en el hombro, vacía la
mayoría de las veces pues era poco lo material que podía proveerle a su amado
hijo, pero era tanto el amor que se profesaban que solo una papa arrugada en un
plato, bastaba para hacer un festín en la humilde morada, ambos, en soledad se
enfrentaban al mundo, ambos se tenían mutuamente. Cuando era niño su padre
solía cargarlo a caballo por los verdes sembradíos de plátano, se reunían a
escuchar música en la vieja radio de batería e imaginaban juntos cómo era el mundo de donde provenían los
barcos que veían desde las escarpadas colinas, la dupla de padre e hijo vivió
así durante varios años, eran conocidos en el pueblo, pues cada cierto tiempo bajaban de su morada a
comprar los insumos que la naturaleza no les proveía y a su vez vender las
pocas manos de musáceas que la áspera tierra insular les permitía cosechar. Sus
abuelos por parte de su finada madre eran prácticamente desconocidos pues
vivian al otro lado de la isla, el padre no tenía más parientes que su
primogénito y con eso le bastaba. Un día como cualquier otro el hombre se
dispuso a salir al campo, el chico le despidió con un abrazo, - ¿solo un
abrazo?- preguntó el padre - ¿acaso ya eres tan hombre para no besar a tu
viejo?- y diciendo eso apretó sus labios en la mejilla del chico quien se alejó
empujando juguetonamente a su padre mientras limpiaba con la mano su rostro, el
padre en medio de risas se hecho la vieja alforja al hombro y partió, pidiendo
la bendición de la virgen de Guadalupe, a trabajar en los inclinados campos
cultivados con patatas. El chico pasó el día realizando las actividades propias
de la diminuta granja, la jornada trascurrió de forma rápida, el trabajo duro
hace que el tiempo pase sin darse cuenta para quien lo realiza, el astro rey
estaba en poniente cuando el joven extrañado notaba la demora de su padre, ya
debería haber llegado, La oscuridad engullía la redonda y accidentada geografía
de la isla sin que el hombre aun llegara. A mucha distancia de la pequeña casa
y del chico había una acantilado en cuyo fondo días después se encontraría una alforja,
tirada entre las rocas negras bañada por las olas del mar.
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